Piérdete conmigo entre calles luminosas...

Fue durante el simulacro de incendio de la Universidad.

(Tal vez tú también lo creas.)

Es curioso, pero mi mente ha eludido del recuerdo los detalles insignificantes, como la hora que era, la clase que estábamos teniendo, o el sonido de la alarma reverberando sin descanso en todo el edificio, donde mi alma y la tuya decidirían volverse cómplices de un naufragio desesperado, de cruces de miradas cargadas de tensión sexual y otros deliciosos desastres.

Sí. Toda la gente de mi clase salió parsimoniosamente bajando la escalera que tocaba, y las chicas y yo salimos en último lugar. Yo me abstraje unos minutos para caminar sola. No me gustan las muchedumbres apesadumbradas que surcan sumisos caminos equidistantes. Me quedé atrás pensando en tonterías, y cuando el gentío se detuvo me hallé situada en el medio de la escalera de piedra de la entrada.

Y entonces me retoqué las gafas,
y de reojo, te vi.

Y sentí el taladrar de esa preciosa mirada felina tuya, tan tan distinta.
Advertí como luchabas contra el impulso involuntario de curvarme una sonrisa.
Fingí no haberme dado cuenta. Pero, ¿sabes? Durante ese momento supimos que éramos inevitables.

Que somos inevitables.

Fuego estelar contenido entre parpadeos nerviosos.


Y de algún modo siempre supe que tus ojos serían mi tierra prometida. Mi Canaán, mi perdición.

Mi dulce amigo.
Cómplice.
Amante.